Ante la puerta de entrada del convento de Mariabronn —un arco de medio punto sustentado en pequeñas columnas geminadas— alzábase, en el mismo borde del camino, un castaño, solitario hijo del mediodía que un romero había traído en otro tiempo, árbol gallardo de robusto tronco. Su redonda copa pendía blandamente sobre el camino y aspiraba las brisas a pleno pulmón. Por la primavera, cuando todo era ya verde en derredor y hasta los nogales del convento ostentaban su rojizo follaje nuevo, aún demoraba buen trecho la aparición de sus hojas.