Las colinas de Seeonee parecían un horno. Padre Lobo, que había pasado todo el día durmiendo, se despertó. Se rascó, bostezó y fue estirando una tras otra las patas. Quería desprenderse de todo el sopor y la rigidez que se había acumulado en ellas. Madre Loba estaba echada. Su cabeza gris reposaba, en señal de cariño y protección, sobre los lobatos, cuatro animalitos indefensos y chillones. La Luna brillaba en todo su esplendor nocturno fuera de la cueva.