Hace miles de años los Toltecas eran conocidos en todo el sur de México como
«mujeres y hombres de conocimiento». Los antropólogos han definido a los
toltecas como una nación o una raza, pero de hecho, eran científicos y artistas que
formaron una sociedad para estudiar y conservar el conocimiento espiritual y las
prácticas de sus antepasados. Formaron una comunidad de maestros (naguales) y
estudiantes en Teotihuacán, la ciudad de las pirámides en las afueras de Ciudad de
México, conocida como el lugar en el que «el hombre se convierte en Dios».
Era un día luminoso y frío de abril y los relojes daban las trece. Winston
Smith, con la barbilla clavada en el pecho en su esfuerzo por burlar el molestísimo
viento, se deslizó rápidamente por entre las puertas de cristal de las Casas de la
Victoria, aunque no con la suficiente rapidez para evitar que una ráfaga polvorienta
se colara con él.
Era un día luminoso y frío de abril y los relojes daban las trece. Winston
Smith, con la barbilla clavada en el pecho en su esfuerzo por burlar el molestísimo
viento, se deslizó rápidamente por entre las puertas de cristal de las Casas de la
Victoria, aunque no con la suficiente rapidez para evitar que una ráfaga polvorienta
se colara con él.
Todas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz
tiene un motivo especial para sentirse desgraciada.
En casa de los Oblonsky andaba todo trastrocado. La esposa acababa de
enterarse de que su marido mantenía relaciones con la institutriz francesa y se
había apresurado a declararle que no podía seguir viviendo con él.
Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos.
La cebolla tiene que estar finamente picada. Les sugiero ponerse un pequeño trozo de cebolla en la mollera con el fin de evitar el molesto lagrimeo que se produce cuando uno la está cortando. Lo malo de llorar cuando uno pica cebolla no es el simple hecho de llorar, sino que a veces uno empieza, como quien dice, se pica, y ya no puede parar. No sé si a ustedes les ha pasado pero a mí la mera verdad sí. Infinidad de veces. Mamá decía que era porque yo soy igual de sensible a la cebolla que Tita, mi tía abuela.
Es importante advertir que El Alquimista es un libro simbólico, a diferencia de El Peregrino de Compostela (Diario de un mago), que fue un trabajo descriptivo.
Durante once años de mi vida estudié Alquimia. La simple idea de transformar metales en oro o de descubrir el Elixir de la Larga Vida ya era suficientemente fascinante como para atraer a cualquiera que se iniciara en Magia.
Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados. El doctor Juvenal Urbino lo percibió desde que entró en la casa todavía en penumbras, adonde había acudido de urgencia a ocuparse de un caso que para él había dejado de ser urgente desde hacía muchos años. El refugiado antillano Jeremiah de Saint-Amour, inválido de guerra, fotógrafo de niños y su adversario de ajedrez más compasivo, se había puesto a salvo de los tormentos de la memoria con un sahumerio de cianuro de oro.
El viernes desperté ya a las seis. Era comprensible, pues fue el día de mi cumpleaños. Pero no podía levantarme tan temprano y hube de apaciguar mi curiosidad hasta un cuarto para las siete. Entonces ya no soporté más y corrí hasta el comedor, donde nuestro pequeño gatito, Mohrchen, me saludó con efusivo cariño. Después de las siete fui al dormitorio de mis padres y, enseguida, con ellos al salón para encontrar y desenvolver mis regalos. A ti, mi diario, te vi en primer lugar, y sin duda fuiste mi mejor regalo.
—Caballero, ¿quiere hacer el favor de decirme si estoy en Plumfield?...— preguntó un muchacho andrajoso, dirigiéndose al señor que había abierto la gran puerta de la casa ante la cual se detuvo el ómnibus que condujo al niño.
—Sí, amiguito; ¿de parte de quién vienes?
—De parte de Laurence. Traigo una carta para la señora.
El caballero hablaba afectuosa y alegremente; el muchacho, más animado, se dispuso a entrar. A través de la finísima lluvia primaveral que caía sobre el césped y sobre los árboles cuajados de retoños, Nathaniel contempló un edificio amplio y cuadrado, de aspecto hospitalario, con vetusto pórtico, anchurosa escalera y grandes ventanas iluminadas.
—Navidad no será Navidad sin regalos —murmuró Jo, tendida sobre la
alfombra.
—¡Es tan triste ser pobre! —suspiró Meg mirando su vestido viejo.
— No me parece justo que algunas muchachas tengan tantas cosas bonitas, y otras nada —añadió la pequeña Amy con gesto displicente.
—Tendremos a papá y a mamá y a nosotras mismas —dijo Beth alegremente desde su rincón.
Las cuatro caras jóvenes, sobre las cuales se reflejaba la luz del fuego de la chimenea, se iluminaron al oír las animosas palabras; pero volvieron a ensombrecerse cuando Jo dijo tristemente:
—No tenemos aquí a papá, ni lo tendremos por mucho tiempo.
Ante la puerta de entrada del convento de Mariabronn —un arco de medio punto sustentado en pequeñas columnas geminadas— alzábase, en el mismo borde del camino, un castaño, solitario hijo del mediodía que un romero había traído en otro tiempo, árbol gallardo de robusto tronco. Su redonda copa pendía blandamente sobre el camino y aspiraba las brisas a pleno pulmón. Por la primavera, cuando todo era ya verde en derredor y hasta los nogales del convento ostentaban su rojizo follaje nuevo, aún demoraba buen trecho la aparición de sus hojas.
Las colinas de Seeonee parecían un horno. Padre Lobo, que había pasado todo el día durmiendo, se despertó. Se rascó, bostezó y fue estirando una tras otra las patas. Quería desprenderse de todo el sopor y la rigidez que se había acumulado en ellas. Madre Loba estaba echada. Su cabeza gris reposaba, en señal de cariño y protección, sobre los lobatos, cuatro animalitos indefensos y chillones. La Luna brillaba en todo su esplendor nocturno fuera de la cueva.
Un misionero español visitaba una isla, cuando se encontró con tres sacerdotes
aztecas.
- ¿Cómo rezáis vosotros? - preguntó el padre.
- Sólo tenemos una oración - respondió uno de los aztecas -. Nosotros
decimos: «Dios, Tú eres tres, nosotros somos tres. Ten piedad de nosotros.
- Bella oración - dijo el misionero -. Pero no es exactamente la plegaria
que Dios escucha. Os voy a enseñar una mucho mejor.
El padre les enseñó una oración católica y prosiguió su camino de evangelizaci
ón. Años más tarde, ya en el navío que lo llevaba de regreso a España,
tuvo que pasar de nuevo por la isla. Desde la cubierta, vio a los tres sacerdotes
en la playa, y los llamó por señas.
Las escuelas innovadoras desarrollan
unos distintivos muy claros que impulsan su potencial de cambio: una visión
muy certera de cuál es su meta; un modelo educativo centrado en el aprendizaje
del alumno del siglo XXI; un fuerte compromiso de toda la comunidad educativa;
un estilo de liderazgo transformacional,
compartido y generoso; y una profunda identificación como organización en
continuo proceso de crecimiento.