El día más caluroso en lo que iba de verano llegaba a su fin, y un silencio amodorrante se extendía sobre las grandes y cuadradas casas de Privet Drive. Los coches, normalmente relucientes, que había aparcados en las entradas de las casas estaban cubiertos de polvo, y las extensiones de césped, que solían ser de un verde esmeralda, estaban resecas y amarillentas porque se había prohibido el uso de mangueras debido a la sequía. Privados de los habituales pasatiempos de lavar el coche y de cortar el césped, los habitantes de Privet Drive se habían refugiado en el fresco interior de las casas, con las ventanas abiertas de par en par, en el vano intento de atraer una inexistente brisa. El único que se había quedado fuera era un muchacho que estaba tumbado boca arriba en un parterre de flores, frente al número 4.