Un misionero español visitaba una isla, cuando se encontró con tres sacerdotes aztecas. - ¿Cómo rezáis vosotros? - preguntó el padre. - Sólo tenemos una oración - respondió uno de los aztecas -. Nosotros decimos: «Dios, Tú eres tres, nosotros somos tres. Ten piedad de nosotros. - Bella oración - dijo el misionero -. Pero no es exactamente la plegaria que Dios escucha. Os voy a enseñar una mucho mejor. El padre les enseñó una oración católica y prosiguió su camino de evangelizaci ón. Años más tarde, ya en el navío que lo llevaba de regreso a España, tuvo que pasar de nuevo por la isla. Desde la cubierta, vio a los tres sacerdotes en la playa, y los llamó por señas.
Las colinas de Seeonee parecían un horno. Padre Lobo, que había pasado todo el día durmiendo, se despertó. Se rascó, bostezó y fue estirando una tras otra las patas. Quería desprenderse de todo el sopor y la rigidez que se había acumulado en ellas. Madre Loba estaba echada. Su cabeza gris reposaba, en señal de cariño y protección, sobre los lobatos, cuatro animalitos indefensos y chillones. La Luna brillaba en todo su esplendor nocturno fuera de la cueva.